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En primera personaHace unos años, conté lo que entonces era la génesis de este libro en un popular programa de radio. Al cabo de unos días recibí un mensaje de un oyente (llamémosle C. M.), que se había sentido identificado justamente por esta relación entre epilepsia y sentimientos religiosos. Como es una historia muy pertinente a la relación entre cerebro y creencias, la transcribo en forma casi textual, de manera de sentirnos, más que en Orleáns arengando a las tropas del delfín, en Buenos Aires hacia finales del siglo XX.
Experiencia mística
1. En marzo o abril de 1998 vivía solo, a los 41 años, en un departamento ubicado en el barrio de Belgrano de Buenos Aires. Hacía algo más de un año que me había divorciado. Intentaba en ese momento dedicarme a la edición de libros en forma independiente. Nada especial pasaba en mi ánimo en ese entonces.
Un día me di cuenta de que empezaba a percibir la realidad de otra manera. De un modo involuntario, advertía partes de la realidad identificadas con algún color como si estuvieran destacadas del resto de la información. Me llamaba la atención el lomo rojo de un libro, el marco gris de una ventana, la parte verde de un cuadro. A su vez, tenía la certeza de que esos colores, que me resultaban impresionantes por un motivo que no comprendía, querían decir algo.
Esta percepción estaba acompañada por una sensación intensa de bienestar general, que me impedía dudar de mi equilibrio emocional o llegar a suponer que se trataba de algo que pudiera causarme daño. Por el contrario, me sentía seguro y confiado, a pesar de que me daba cuenta de que me estaba sucediendo algo que no era habitual.
Empecé alegremente –ese era mi estado– a incorporar una serie de significados basados en estas percepciones. Desde que me despertaba, iba advirtiendo a lo largo del día distintos colores, que parecían señales o comentarios de lo que estaba viviendo. Sin esforzarme por interpretar (cuando uno está muy contento, no merece la pena obligarse a nada) fueron surgiendo significados que iban quedando asociados a los colores que percibía como destacados.
Vale aclarar que estas “señales” no se me presentaban como un problema a resolver a través de la interpretación, y que los significados que fui asociando a cada color no fueron el resultado de un esfuerzo de mi parte por descifrar algo. Tan fácilmente como empezaron a aparecer las señales coloridas, aparecieron los significados.
Fui estableciendo un código bastante elemental, que incluía el color negro para indicar lo destructivo y los motivos inconfesables, el blanco para el miedo y el vacío, el gris para lo triste y lo anodino, el amarillo para la pureza, el naranja para la sabiduría, el azul para la honestidad y la rectitud, el verde para lo inmaduro, el rojo para la pasión y los sentimientos intensos, el violeta para el talento sobresaliente, la luz para la claridad y la iluminación.
Ahora, cuando escribo sobre los significados de los colores, me doy cuenta de que en algunos casos tengo que buscar las palabras adecuadas. Por eso, creo que en su momento tuve una comprensión intuitiva del significado de esas señales: no hubo una instancia en la que tuviera que refinar la comprensión u optar entre un posible significado y otro. Como las señales, la comprensión llegó sin ambigüedad y sin ninguna elucubración de mi parte.
Empezó así un período, que duró un par de meses, en el cual se estableció una suerte de diálogo entre lo que yo iba viviendo y esas señales, que muy a menudo me hacían un “comentario” sobre lo que sucedía. Lo extraordinario era la sensación de plenitud y la falta total de temor. Los comentarios resultaban, por lo general, evidentes para mí; no hacían más que reforzar lo que ya pensaba, pero el hecho de que existieran y de que me acompañaran durante todo el día era muy impresionante: tenían un efecto poderoso de confirmación sobre mis opiniones y creencias, y cualquier duda al respecto había desaparecido.
Un espaldarazo tan incuestionable produce cambios. En mi caso, no fueron radicales: me hice vegetariano; empecé a llevar una vida muy austera, ya que hallaba placer en sobrevivir con lo mínimo; hacía algo de yoga todas las mañanas; y pasaba el día en largas caminatas, gozando del mundo de una manera inesperada. Por primera vez, me sentí parte de todo, no de manera razonada sino íntimamente: comprendí que mi vida también hacía posible la existencia de lo demás. Ese mundo, que de alguna manera me estaba reconociendo, era, además, perfecto. Devenía sin más. Y yo estaba iluminado.
2. Para entender mejor cómo y por qué la experiencia que describo antes causó en mí un determinado efecto y no otro, me parece necesario dar alguna información sobre mí, ya que estoy convencido de que si algo similar les sucediera a personas con otra historia y otras creencias, el resultado sería muy diferente.
Soy hijo de padre judío y madre católica. No tuve en la niñez ninguna clase de formación religiosa, y crecí en un ambiente donde prevalecía el escepticismo hacia los distintos cultos y sus representantes. Adherí al marxismo siendo muy joven, y lo dejé por ideas mejor elaboradas ya cumplidos los 22 años. Leí una buena cantidad de libros sobre temas que van desde la ciencia política a las enseñanzas del Tao Te King, pasando por las sutilezas de Wittgenstein y las introspecciones de Joyce. Puedo leer correctamente en inglés, francés, italiano, portugués y, con esfuerzo, en alemán.
Mucho antes de la experiencia que describo era agnóstico (lo sigo siendo), sobre la base del siguiente argumento: para sostener que no existe ninguna realidad más allá de la material, habría que admitir que todas nuestras decisiones ya estaban determinadas desde tiempos inmemoriales; dado que la experiencia de tomar decisiones parece contradecir el determinismo, me veo obligado a dejar abierta la posibilidad de un más allá, aunque no cuente con ningún elemento que me permita definirlo ni la certeza de que realmente exista. El argumento es clásico, y los intentos de explicar el libre albedrío como una ilusión necesaria para la supervivencia no me resultan convincentes, debido a que no logran disolver la sensación de libertad moral que todos, quiero suponer, experimentamos.
Cuando irrumpieron en mi vida los, digamos, colores significativos, yo era consciente de que se trataba de una experiencia mística, pero no tenía ningún apuro en sacar conclusiones. Me entregué a lo que me pasaba –era, por cierto, irresistible–, pero me quedé también a la expectativa y me cuidé de no agregar ni forzar nada.
3. A medida que avanzaba mi diálogo con una entidad que yo intuía como totalidad, un ente que se manifestaba de manera simple y abarcaba todo lo existente, tuve la certeza de que algo similar habían experimentado muchas de las personas –algunos de ellos, notorios personajes de la historia– que basaron enseñanzas morales y cavilaciones en su contacto con la divinidad. Me parecía que el contexto histórico y social, por un lado, y la personalidad y la cultura del individuo involucrado, por otro, habían sido cruciales para determinar el alcance de la experiencia. Si yo imaginaba esa misma experiencia en otros ámbitos, era lícito suponer que había estado en el origen de una gran variedad de comportamientos y declaraciones. En mi caso, el efecto era, por el momento, limitado. Con la intención de establecer sus alcances, me pareció válido intentar chequear los hechos con otras personas y con algunos textos.
Hice un breve relato a algunos de mis íntimos, que demostraron escaso interés y que recibieron invariablemente del “más allá” el comentario ligado al color blanco (miedo). Visité luego con cierto desgano a un psiquiatra para averiguar si existía alguna enfermedad ya conocida entre cuyos síntomas estuvieran la alegría permanente y la percepción de colores significativos. El hombre me escuchó con curiosidad y respeto, y no emitió juicio (el comentario fue un azul: honesto y recto). Enfermedad conocida no había. Fui a una librería y compré varios libros de Alan Watts y otros autores, pero todos se referían a las conclusiones que habían extraído ellos u otros de la experiencia mística y nada decían de la experiencia en sí, que hallaban siempre “inefable”.
Hacía todo esto con parsimonia, de vez en cuando y sin demasiadas expectativas. Se me ocurría, además, que podía ser útil intercambiar datos sobre el asunto con algún entendido en la materia. Para eso, concurrí a la presentación de un libro compilado por un estudioso argentino de la filosofía que en ocasiones tomaba la experiencia mística como punto de partida para discurrir sobre la existencia. Terminada la presentación, lo abordé.
–Estoy iluminado –le dije.
–¿Vos te creés que a vos solo te pasa eso? –respondió de manera abrupta, mientras yo advertía el rojo (sentimientos intensos) y el blanco (miedo).
–No, estoy seguro de que no. Por eso quiero saber de qué se trata.
–Es un estado como muchos otros.
–Me gustaría saber más.
–Sí, pero yo no puedo atenderte. Esto me pasa por generoso, por darle cabida a todo el mundo. ¡No tengo tiempo para todos! –exclamó, casi ofuscado.
También fui a ver a Indra Devi, cuya fundación quedaba entonces a la vuelta de mi casa. Allí hablé primero con un señor, que me dijo que Indra Devi ya no atendía personalmente a nadie. Insistí. Le dije que estaba iluminado y que quizás ella lo podía entender. Fue a consultar y me hizo pasar. Me advirtió que Indra Devi no escuchaba bien y que él debía repetir, elevando la voz, todo lo que yo dijera. Cuando entré a verla, la túnica naranja que tenía puesta la mujer me hizo saber que sería tratado con sabiduría.
–Estoy iluminado.
El hombre se lo repitió cerca del oído y casi gritando.
–¡Es lindo! –me dijo Indra Devi con una sonrisa. Tenía los ojos húmedos.
El hombre me miró entre curioso y sorprendido.
–Sí, es muy lindo –admití, y luego pregunté–: ¿Qué tengo que hacer?
El hombre repitió la pregunta. Indra Devi sonrió y se encogió de hombros.
–Es así: estar bien, y nada más –dijo.
4. Un buen día las señales desaparecieron. Mi estado de ánimo seguía siendo muy optimista, pero ahí terminaba todo. Habituado a percibir los colores significativos, mi mente trataba ahora de buscarlos de alguna manera, de recrear el mecanismo, y en ocasiones llegaba a imitarlo, pero no era real y requería concentración y voluntad. No me costó admitir que se había ido.
Pasé algún tiempo, un mes quizá, reflexionando sobre lo ocurrido. Trataba de establecer, de buscar dentro de mí, alguna inclinación para tomar la experiencia como punto de partida de una vida diferente, dedicada a investigar los pliegues que acaso separan nuestro día a día de un estado de conciencia privilegiado, que me permitiera una comprensión más profunda y verdadera del mundo. No encontré esa vocación y desistí.
Poco a poco, retomé mi dieta habitual, que es bastante sana pero no vegetariana, y mi vida habitual, que es más o menos austera pero no fundamentalista a ese respecto. Dejé de gozar por el solo hecho de estar en el mundo y volví a hacerlo a través de mis afectos, de mis deseos y de mis proyectos. Me quedaron, sí, una serenidad y una seguridad mejor preparadas para afrontar cualquier contratiempo, como si la experiencia vivida me hubiera fortalecido de una manera decisiva e inesperada.
Han pasado ya más de diez años y esa serenidad y fortaleza siguen ahí. Podría terminar la frase anterior con un “gracias a Dios”, pero nunca usé expresiones de ese tipo, y aunque esta vez las circunstancias acaso me autorizan a hacerlo, intento como siempre ser preciso.
5. Hasta aquí, el relato de los hechos. Falta un dato, que hasta ahora no creí relacionado con lo anterior. Sufro un tipo específico de epilepsia, que se manifiesta sólo en el momento de despertar, cuando paso del sueño a la vigilia. Es de origen traumático: a fines de 1976, poco después de un encuentro violento y desafortunado con las Fuerzas del Orden, sufrí una primera convulsión.
De los exámenes posteriores –en ese momento estaba en Bruselas– surgió que no tenía lesiones graves y que la anomalía era muy leve. Fui medicado con fenobarbital durante muchos años. Mientras tomaba la medicación no tenía mayores contratiempos. Cuando intentaba dejarla, volvían las convulsiones, siempre al despertar. A lo largo de veinte años la enfermedad estuvo más o menos estable y dentro de las características descriptas. Hacia 1997 dejé definitivamente la medicación, ya que había empezado a tener convulsiones, siempre leves, aun tomándola, y me resistí a aumentar la dosis. A partir de entonces, tengo muy de vez en cuando alguna convulsión leve, que no llega a perturbar mi normal funcionamiento.
Que un pequeño foco de epilepsia pueda estar relacionado con la experiencia que describí antes era algo que no se me había ocurrido. Por casualidad, escuché a D. G. (Diego Golombek, autor del libro donde aparece este testimonio) decir por radio que estaba investigando esa posibilidad, y es por eso que escribo estas líneas.
Testimonio sacado del libro "Las neuronas de Dios", de Diego Golombek.
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